Enrique Fernández-Maldonado Mujica
Hace unos días se levantó el lockout (paro) agrario que provocó la mayor crisis argentina desde la caída de la Rúa el 2001. Este conflicto, que puso en jaque al gobierno de Cristina Fernández, tuvo su génesis en la nueva tasa impositiva para los principales productos de agroexportación. Según fuentes oficiales, las “retenciones móviles” (que en el caso de la soja llegaban al 44%) tenían por objeto “redistribuir la renta extraordinaria agrícola”, así como “controlar los precios de los alimentos” y “promover el valor agregado de la producción de granos”. En represalia, las grandes corporaciones agrarias (en alianza con gremios de pequeños productores) desabastecieron durante 21 días los principales mercados del país, acusando al gobierno de atentar contra la competitividad y rentabilidad del campo.
¿Eran viables y pertinentes las medidas impositivas aplicadas por el gobierno argentino? ¿Se justificaba la medida de fuerza de los productores agrarios, que provocó la pérdida de toneladas de alimentos e incrementó la inflación en 35%?
Para José Natanson, analista de Página/12, los impuestos aplicados por Cristina Fernández presentan “una lógica económica y política innegable”. En los últimos meses la creciente demanda de países como la China e India no sólo incrementaron el precio internacional de la soja (hasta en un 70%); implicaron, a su vez, una fuerte concentración de la producción (y de los campos cultivables) de este commodities agrícola. Un informe del Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI) señaló que “la rentabilidad actual del negocio agrícola – considerando las actuales retenciones – es superior a la de cualquier alternativa industrial o financiera”, lo que ha provocado una irrupción de capitales ajenos al campo y llevado a un amplio contingente de productores agrarios a cobrar una renta fija por el alquiler de sus tierras (http://www.inti.gov.ar/). Argentina, uno de mayores exportadores de oleaginosos, produce anualmente 45 millones de toneladas de soja (el 60% de la producción agrícola), de las cuales el 80% correspondería a 70 mil (el 20%) productores.
Este debate, sin embargo, trasciende lo impositivo y cuestiona el eje de la estructura productiva argentina. Como ha señalado Alberto Lapolla, agrónomo argentino, la sojización del campo representaría un modelo de desarrollo “peligroso desde el punto de vista ambiental, económico y estratégico para Argentina”, pues desplaza otros cultivos cruciales en la cadena agropecuaria local (como el trigo o el maíz), atentando contra la seguridad alimentaria del país. Supone, además, una alta contaminación ecológica por efecto del uso intensivo de agrotóxicos. Conjuntamente con la producción de petróleo crudo y gas natural, la agricultura argentina sostendría un modelo primario exportador que limitaría sus propias posibilidades de industrialización.
¿Qué lecciones nos deja la crisis argentina a los peruanos? La primera: la necesidad de aplicar – algunos países lo vienen haciendo – impuestos progresivos a sectores que ostentan “sobreganancias” por coyunturas externas; ajenas a sus capacidades productivas (como sucede con los comodities mineros). Una segunda tiene ver con las políticas sectoriales que aplican los gobiernos, y la heterogeneidad de los actores involucrados. En el Perú, se ha optado por prorrogar la Ley de Promoción Agrícola, favoreciendo a los grandes exportadores con beneficios tributarios y laborales, pese a las ingentes ganancias (y las magras condiciones laborales) reportadas los últimos años. Un tercer punto sería el manejo político de la distribución del excedente. En concordancia con sus promesas electorales, el gobierno argentino mantuvo firme su política impositiva para el campo, lo que le permitirá recaudar – pese a la pataleta y chantaje de los grandes pools agrarios – aproximadamente US$ 8.000 millones, un importante sostén frente a la inminente crisis financiera internacional.
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