El Precio de la Inseguridad

jueves, 18 de octubre de 2007


Escribe Armando Mendoza


Lector, te propongo un experimento: en la próxima reunión o fiesta, pide que levante el brazo quien haya sido victima o cuyos familiares cercanos hayan sido victimas de un delito, en lo que va del año. Sospecho que todos o casi todos levantaran el brazo. Entonces, pide que mantengan el brazo levantado quienes se tomaron el trabajo de denunciar el hecho a la policía. Apuesto que pocos brazos se mantendrán alzados. Finalmente, solicita que prosiga levantado el brazo de aquel que denuncio el delito y confia en que el delincuente será castigado. Mi sospecha es que si alguien aún mantiene el brazo levantado, bueno, ese es, casi con seguridad, el “lorna” del grupo.


¿Divertido?. No. este experimento no tiene nada de divertido, pues expresa uno de los más graves problemas que encaramos: la creciente criminalidad, cuya carga económica y social es cada vez más intolerable. Acorde a evaluaciones de las Naciones Unidas sobre el impacto de la criminalidad sobre la economía y el bienestar, el Perú tiene el triste honor de figurar, en Latinoamérica, entre los que son más perjudicados por la delincuencia y la inseguridad ciudadana.


Así, se estima que el costo de la violencia y la criminalidad para la sociedad peruana asciende a nada menos que a 5% de nuestro Productor Bruto Interno. Es decir que, sólo en este año 2007, las pérdidas generadas por la inseguridad en que vivimos, ascienden a casi 17 mil millones de soles. Para darnos una idea de lo que significa, basta decir que eso equivale a todos los recursos que dedicamos a la educación y la salud pública. La criminalidad implica una sangría directa e indirecta de recursos que no podemos permitirnos.


Pero aquí lo más grave, incluso más que las pérdidas económicas y las tragedias personales que padecen las victimas, es el impacto sobre nuestra mentalidad, nuestra confianza y optimismo hacia el futuro. Años de vivir bajo la presión de la delincuencia han producido una generación de peruanos que no confía en la Ley y vive a salto de mata. Los datos ponen los pelos de punta: en la última década, la tasa de homicidios se triplicó, y 3 de cada 4 peruanos creen que estamos perdiendo la guerra contra el crimen. Lógicamente, ello alimenta una actitud de “sálvese quien pueda”. Somos el país de los guachimanes improvisados en cada cuadra. De las calles enrejadas de acera a acera, sin autorización ni consideración. De los linchamientos, porque la población tomó la justicia en sus manos. Todo ello expresa el fracaso de sucesivos gobiernos en proporcionarnos un bien fundamental para el bienestar humano: la tranquilidad.


Así como tenemos derecho a reclamarle al Estado tener acceso al agua, a la electricidad, a servicios de educación y salud, también tenemos derecho a exigirle seguridad y tranquilidad, indispensables para poder desarrollar nuestra vida diaria, para poder planificar, invertir, producir. Ello implica darle a los policías la

preparación, la remuneración y los recursos necesarios, de los cuales hoy carecen. Pero la lucha contra la delincuencia también implica una dimensión social, porque exige la creación de un sistema de tratamiento del delincuente que no existe. Hoy, para decirlo elegantemente, el sistema penitenciario es un asco de corrupción y brutalidad, que en lugar de rehabilitar al infractor primerizo lo convierte en un avezado psicópata.


En nuestro país, donde ya los honestos padecen tantas urgencias y necesidades, quizás no cause mucha simpatía reclamar por más recursos para atender al delincuente y proveerle de oportunidades de educación, trabajo, etc. Pero ello es necesario, y no sólo por un tema de derechos humanos y dignidad de la persona. También hay una racionalidad económica, porque al invertir en reformar al delincuente, nos ahorramos el costo para la sociedad de sus delitos futuros. Créanlo, ese negocio nos conviene.

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