Por Javier Mujica Petit Miembro de Oedal Hace demasiado tiempo que aproximadamente la mitad de los peruanos sobrevive sumergido debajo de la línea de pobreza. En 1991, el 57 % de nuestra población era pobre. Tras incrementar 3 veces lo invertido en gasto social y programas de alivio a la extrema pobreza entre 1993 y 1997, ésta se redujo solo en 10%. Pero el alivio duró poco, ya que la debacle económica de fines de los 90 se encargó de probar lo efímera que puede ser una estrategia de "alivio de la pobreza" basada en programas asistenciales, y no en la promoción de empleo digno. A veces con el agua hasta el cuello, a veces con el agua encima de la nariz, pero siempre con el cuerpo y el alma atravesados de privaciones. Así vive una inmensa cantidad de peruanos que ven cómo, mientras su futuro se pudre en la desesperanza, en promedio, el 10% más rico se queda con una cantidad que es casi 12 veces el ingreso del 50% más pobre. Algo que, como en el caso de la pobreza, no varía desde hace mucho tiempo. Todo esto tiene que ver con la supervivencia de un modelo de gestión del empleo y las relaciones laborales afincado en precarias condiciones laborales. Donde los trabajadores viven expuestos a una alta rotación contractual y escasa protección contra los despidos arbitrarios y otras formas no menos frecuentes de abuso laboral. Un sistema en el que predominan los bajos salarios y, además, se carece de sindicatos y negociación colectiva, como consecuencia de los despidos que abundan cuando los trabajadores intentan organizarse y negociar la mejora de sus condiciones de empleo. Esta precarización acarrea pobreza y, a la par, un masivo subsidio a las ganancias de unos pocos. La agroindustria del espárrago grafica esta realidad. La producción de este producto creció varias veces desde 1990 acompañado del valor de sus exportaciones. Y, mientras los ingresos de sus ejecutivos lo hacían en similar proporción, los de sus trabajadores quedaron congelados o decrecieron ligeramente; además de estar sujetos a un régimen laboral especial, parecido al que el actual gobierno quiere extender para las 9/10 partes de las empresas del Perú: esencialmente pequeñas y medianas empresas. Este régimen incluye en los salarios una Compensación por Tiempo de Servicios y unas Gratificaciones que son la mitad de lo que se paga en el régimen común. Y suponen, por este motivo, que en el supuesto de que el trabajador agrario perciba el salario mínimo legal del sector, cobre cada año casi S/. 500 menos que lo que percibe un trabajador sujeto al régimen laboral común. Multipliquemos ese cantidad por los casi 200 mil trabajadores que se afirma hay en la industria y por los 8 años transcurridos desde que el régimen fuera impuesto y saquemos nuestras propias conclusiones. Eso es dumping social o, en otras palabras, la ventaja obtenida produciendo y exportando a precios artificialmente bajos gracias a una legislación laboral poco exigente. Práctica desleal del comercio internacional que puede ser objeto de sanciones antidumping, pensadas para restablecer las condiciones competitivas de los mercados y el orden comercial internacional. Si elementales criterios de justicia social no sirven para persuadir a las elites gubernamentales y empresariales acerca de la necesidad de cambiar el actual enfoque de la política laboral, a lo mejor la introducción de cláusulas sociales en el TLC con los EEUU, o los acuerdos comerciales que viene negociando con la UE, les obligue a ello. De lo contrario, mantener este enfoque hará imposible el logro de reducciones sostenibles de la pobreza. |
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