El problema económico más importante
La Nación, 25/5/08
Por Roberto Frenkel
Investigador Titular del CEDES y Profesor de la UBA
¿Cuál es el problema más importante que enfrenta el país en la esfera económica? Un lector anoticiado presumiría que señalaré a la inflación como el principal problema. No – diría yo – la inflación es un problema, pero en mi opinión, no es el más importante. Ya entiendo – podría seguir el lector – usted ha explicado que la subestimación de la inflación por parte del INDEC es más importante que la inflación misma. Está mejor – insistiría yo – pero aún errado. El problema más importante es que las más altas autoridades del país creen que la tasa de inflación es la que publica el INDEC en sus informes.
Claro está que no puedo estar seguro de la veracidad de esa aseveración. La idea le parece inverosímil, por ejemplo, a casi todos los interlocutores, mayoritariamente economistas, ante quienes la comenté. Pero un episodio reciente afirmó mi convicción. Hace unos días escuchamos un discurso de la Presidenta en el que se adelantaba información sobre la pobreza. La proporción de personas pobres se había reducido a 20.6% en el semestre comprendido entre octubre de 2007 y marzo de 2008 (viniendo de 23.4% en el primer semestre del año pasado). Téngase en cuenta que el valor de la línea de pobreza es calculado por el INDEC con los mismos datos de precios subestimados que subestiman el nivel del IPC y las tasas de inflación. Si el valor de la línea de pobreza está subestimado, también lo está la proporción de personas cuyo ingreso es menor que la línea (ver gráfico en pag.4).
Mientras que a la mayoría de mis interlocutores les parece inverosímil que la Presidenta desconozca la subestimación de la inflación que realiza el INDEC, a mí me resulta aún más inverosímil que la Presidenta, a sabiendas, presente como un logro una estimación estadística falaz. Me inclino a pensar que lo anunció porque cree que es información fidedigna. Particularmente porque el número no se refiere a cuestiones más bien abstractas, como el resultado del balance de pagos o la magnitud del superávit primario, sino a un tema bien delicado y sensible.
Todos los economistas sabemos que los pobres son los más damnificados por la aceleración de la inflación. Sería extraño que la proporción de pobreza se hubiera reducido en un período de aceleración. Tanto es así que hay, a veces, manifestaciones de preocupación de funcionarios del gobierno, en contradicción con la información que suministra el instituto estadístico oficial.
Si las más altas autoridades creen que el INDEC mide bien y la inflación no se ha acelerado, deben seguramente sentirse acosados por la extendida opinión en contrario. Pensarán que su principal tarea con respecto a la inflación debe concentrarse en la difusión y persuasión, para modificar la errónea percepción de mucha gente. Por el otro lado, si las autoridades no desconocen la subestimación de la inflación que realiza el INDEC, deben pensar también que la negación del problema inflacionario es la mejor forma de encararlo y consecuentemente, actúan como si no existiera. Como se ve, la cuestión de si las más altas autoridades creen o no en lo que informa en INDEC puede, en realidad, dejarse de lado, porque a los fines prácticos de la gestión de gobierno la consecuencia es la misma. Por eso, insisto, éste es el problema más importante que enfrentamos en la esfera económica.
¿Porqué? Porque la inflación sólo podría desacelerarse como consecuencia de la acción de gobierno, mediante la ejecución de una política antiinflacionaria. La inflación no se desacelera espontáneamente. Si el proceso ha tendido a acelerarse, como ha venido ocurriendo, es probable que, en ausencia de frenos, continúe acelerándose. Si el gobierno cree que el problema inflacionario no existe o considera que negar su existencia es la mejor estrategia para encararlo, no habrá política antiinflacionaria y la inflación no se reducirá.
No se me escapa que el cambio de orientación que requeriría el combate a la inflación tendría un costo político significativo. Para reconocer el problema y ponerse en condiciones de liderar un programa antiinflacionario, el gobierno debería terminar la intervención del INDEC, reformar el instituto e instruir la elaboración de un nuevo índice de precios. El INDEC remozado y el nuevo índice tendrían que recuperar la credibilidad perdida por las manipulaciones que se iniciaron en enero de 2007. Sólo un cambio rotundo y muy publicitado podría aspirar a la recuperación de la confianza pública. Ese cambio acentuaría la visibilidad de lo que se ha venido haciendo y arreciarían las críticas. En compensación, el gobierno ganaría prestigio y liderazgo, porque sería el primer paso del reconocimiento del problema inflacionario y una expresión de la voluntad de atacarlo seriamente. Pero, aún así, el costo político indudablemente pesa. Lamentablemente, se perdió la oportunidad de producir esa transformación en coincidencia con el cambio de gobierno, de modo que el costo cargara sobre la administración anterior.
Sin embargo, seguir con la conducta actual no es, para nada, un camino libre de dificultades. La manipulación de las estadísticas del INDEC produjo una fuerte pérdida de la credibilidad del gobierno, que se extiende más allá de los datos económicos. Contribuyó grandemente a que el país exhiba una altísima prima de riesgo, viniendo de los mínimos históricos, en algunos momentos inferiores a los de Brasil, alcanzados a comienzos de 2007, precisamente cuando comenzó la manipulación. Contribuye también a la insólita volatilidad financiera que se sintió recientemente, porque el que se siente engañado por el gobierno está más dispuesto a creer cualquier cosa. La pérdida de credibilidad del gobierno no involucra solamente a los sectores de la población más expuestos a la información económica. Hay un deterioro en aumento, que se va ampliando a distintos sectores sociales a medida que se intensifican los contrastes entre la percepción del público y la información oficial y se extienden el debate y las críticas. Por otro lado, la aceleración de la inflación aumenta la percepción del problema y el reclamo de medidas gubernamentales. Por sí misma, la aceleración de la inflación genera un costo político creciente.
Podría conjeturarse que el gobierno cambiará de orientación cuando perciba que el costo de continuar resulta mayor que el costo de cambiar. Pero éste es un enunciado vacío de contenido, porque no sabemos que visión tiene el gobierno de sus costos, ya que ni siquiera sabemos que percepción tiene del proceso inflacionario. Conjeturas aparte, sí sabemos que por ahora no hay cambio. Al contrario, el nuevo índice que sustituirá al IPC parece que será aún menos creíble que las estadísticas que se venían publicando.
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