Por Francisco Durand
Sociólogo
Sociólogo
Vivimos en mundo de espejismos forjado por la millonaria propaganda del Estado y la abundante publicidad privada. Así nos llenamos de fantasías conservadoras, esas que le gustan tanto a Jaime de Althaus. Tómese como ejemplo el martilleo palaciego sobre las decenas de miles de obras de infraestructura realizadas por el presidente García, las increíbles tasas de crecimiento económico al 10% mensual, la reducción de la pobreza en Lima al 14% o cientos de historias azucaradas de los empresarios de éxito. Mejor todavía, vea la telenovela Al Fondo Hay Sitio.
“Dicen que los tiempos han cambiado”, le increpa la pituca Cayetana Bogani, hija de “una de las mejores familias de Lima”, a su archienemiga Grace Gonzales, la pobre que está enamorada de su hermano, “pero tú y yo sabemos que no es así”. De ese modo, y por tan solo un instante, se introduce un mínimo de realismo en las divisiones entre los de arriba y los de abajo que persisten en la sociedad peruana. El baño de agua fría no dura mucho, pues al segundo siguiente volvemos a la ilusión de amores entre ricos y pobres de la novela, trasladándonos a un mundo imaginario que parece mejor que la propia realidad.
La telenovela es una suerte de versión ampliada y modernizada del drama clásico cantado en un vals en el que Luis Enrique, el hombre que supo amar, es el plebeyo que sufre la infamante ley de amar a una aristócrata. Al Fondo Hay Sitio, sin embargo, no es una historia individual de ascenso por la vía amorosa, sino todo un entramado social en un mismo barrio, donde la casa de los Gonzales pobres colinda con la casa de los Maldini ricos, espacio donde ocurren las principales escena de amor —obviamente mezcladas con desprecios, insultos, rupturas y re enamoramientos— entre pitucos y chiruzos. La abundancia de casos nos trasladan al mundo bizarro del Perú neoliberal que reclama “oportunidades para todos”, incluyendo también, el amor.
Veamos. En la famosa telenovela, las matronas son las que mandan. La madre pobre tratando de fomentar el ascenso y la rica tratando de impedirlo. Nelly Gonzales es una provinciana que aspira en Lima que su descendencia se case con alguien “de las mejores familias”. Su hijo mayor, Pepe, el microbusero, está locamente enamorado de Isabella Maldini, hija de Francesca, que no le corresponde en tanto lo considera “un marginal”. Su mejor amigo, Tito, el cobrador, anda en amores violentos con Susú, la mejor amiga de Isabella. La hermana, Tere Gonzales, estuvo un tiempo enamorada de Mariano Pendavis, el abogado de la familia Maldini, aunque ahora sale con un huachimán tarapotino, rechazado por su madre por ser “un perdedor”. La nuera de doña Nelly, Charito, es una viuda en amores con Raul, ex marido de Susú, y dueño de una empresa de comunicaciones que emplea a su hijo Joel. A su vez, Joel anda locamente enamorado de quien alguna vez fuera su novia, Fernanda, la hija de Isabella. Y para remachar este patrón surrealista de relaciones, Grace, la hija de Charito, se enamora de Gianfranco Bogani, hermano de Cayetana, la pituca reincidente que odia a los marginales y chiruzos –sus palabras–.
En la casa de enfrente, recurso irreal de vecindad usado por los guionistas para poder multiplicar los amores entre miembros de clases sociales opuestas, las cosas son como sigue. El ex marido de Francesca es un típico perseguidor de secretarias, lo que está permitido. Francesca se mantiene fiel a su clase, guardando los linderos sin mucho éxito, pero no sabe que tiene un admirador secreto pobre. Su nieto Nicolás, el ex de Cayetana, es potencial amor de la vecina Grace. Su hijo político, Miguel Ignacio, el gerente inescrupuloso, se junta cuando le conviene con Claudia, su antigua secretaria, y anduvo por un tiempo en amores con la selvática Gladys, su empleada. El tiovivo de amores gira y gira, y de episodio en episodio pitucos y chiruzos se critican e insultan, pero también conversan y hasta se aman con verdadera o interesada pasión.
Los momentos de realismo son raros, y aparecen intercalados con fantasías de integración social y racial, haciendo más curioso todavía este imaginario social peruano contemporáneo. En este sentido resalta también por ratos la actuación de Chuiman, el conocido actor y sociólogo. Su personaje es Peter, el mayordomo de los Maldini. Resulta que el pobre está enamorado de Francesca, su patrona. Es otro amor imposible. Peter es un chismoso, que suele entrometerse en asuntos de familia. Cuando mete la pata, de pronto exclama “me callo porque soy un lacayo”, introduciendo así otra pequeña dosis de realismo en las relaciones sociales.
Al Fondo Hay Sitio es una ficción entretenida que no deja de tener significación sociológica al jugar con situaciones y personajes con los que el público peruano se identifica fácilmente. El amor de antes –tipo Luis Enrique o Natacha– era más realista. Aunque fuera estadísticamente insignificante, podían ocurrir de verdad tales encuentros, lo que no borraba las diferencias sociales. Pero el amor entre miembros de familias socialmente opuestas de Al Fondo Hay Sitio cabalga lejos de la realidad del siglo XXI pues son múltiples, más frecuentes y, por tanto, fantasiosos. La irrealidad de la novela es, en ese sentido, su aspecto más interesante.
Lo normal en las historias de ascenso es que miembros de clases sociales conexas se relacionen. Por ejemplo, que alguien de clase media busque a una pareja de clase alta, y no entre clases sociales ubicadas en los extremos. Véase el caso de nuestros presidentes, Toledo y García, de orígenes modestos, y que al educarse en universidades del exterior se relacionaron con parejas de otra clase social. Luego siendo presidentes ascendieron a la cúpula y ahora viven en barrios residenciales.
Volvamos a la realidad y empecemos admitiendo que hoy la distancia entre ricos y pobres ha aumentado exponencialmente debido a que la política económica neoliberal los ha hecho más ricos. Tómese el caso del minero Roberto Letts, que al morir hace poco dejó a todos boquiabiertos con una herencia estimada en más de US$ 1,000 millones. Cualquiera puede constatar que viven resguardados en zonas exclusivas y en mansiones amuralladas. Que yo sepa, muy pocos o nadie de las familias Miroquesada, Brescia o Romero se juntan, aman y se casan con pobres. Pero si esta realidad no nos gusta, o deseamos imaginar que “el Perú está cambiando”, siempre podemos escaparnos de ella viendo este tipo de telenovelas.
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