Por Francisco Durand
Sociólogo
La política de prohibición de drogas empezó en EEUU en 1922, junto con el alcohol. El propósito era frenar el consumo de opio, marihuana y cocaína, lo que constituía ante todo un problema de “mal comportamiento social”, y de salud en los casos de sobredosis y adicción. Sin embargo, tal política no ha dado resultados y ha creado un problema más grave de violencia y corrupción.
La prohibición del alcohol duró hasta 1933 porque fue inútil y generó violencia. La de las drogas, más sumergida en el miedo y la psicosis, continúa y se ha elevado a la categoría de guerra.
Nixon declaró la Guerra Contra las Drogas en 1968 en momentos que se disparó el consumo y la experimentación. Como odiaba a los hippies, y quería ley y orden, aumentaron las sanciones, y Washington ‘externalizó’ el problema. Era una conspiración externa y había que “atacar las fuentes”, como si su consumo se iniciara en la oferta de coca-cocaína y marihuana de América Latina. Así fue como Estados Unidos y Colombia empezaron a fumigar las plantaciones de marihuana. Mientras tanto, el consumo de hierba bajó un tanto en los EUA, pero se convirtió en productor, al mismo tiempo que degustaba más de la cocaína, moda que empezó en Hollywood.
El presidente Reagan (1980-1988) insistió en “atacar la fuente” inaugurando políticas de erradicación forzosa en Perú y Bolivia. Para cuando otro republicano, Bush padre, llegó al poder (1988-1992), se encontró con que se vendía crack cocaine hasta en frente de la Casa Blanca, una droga particularmente destructiva y popular entre pobres y negros.
En los noventas continuó la erradicación en los Andes, llegándose al absurdo de tener un Plan Cero Coca en un país cocalero como Bolivia, y donde se inventaron los cultivos alternativos para apaciguar a los campesinos. Luego empezó la Guerra Contra los Carteles en Colombia. Bush llegó a invadir Panamá en 1989 para sacar del poder al general Noriega, socio de Pablo Escobar. Hacia 1993, Escobar y su Cartel de Medellín eran historia y pronto el Cartel de Cali sería liquidado.
Se generalizaba la guerra, pero el problema se complicaba más. Cuando cayeron los carteles colombianos, aparecieron los “minicarteles”; entonces, las FARC y los paramilitares comenzaron a plantar coca en sus territorios (venía menos de Perú) y autorizar la fabricación de pasta y cocaína para comprar armas. Siguió el Plan Colombia con Clinton en 1999, impulsado por el general McCaffrey, ex jefe del Comando Sur, que metió al Pentágono en la Guerra contra las Drogas.
Y llegó el efecto globo. Ante la ofensiva del Plan Colombia y la erradicación aérea, el cultivo de coca cayó en Colombia, pero volvió en el Perú en zonas nuevas (VRAE, San Gabán) y viejas (Huallaga). También en Bolivia (Chapare), donde los movimientos cocaleros lograron bloquear la erradicación y desarrollaron una contraofensiva cultural para defender la “coca sagrada”.
En el norte cambió la relación de los carteles colombianos con los mexicanos de la frontera (Golfo, Juárez y Tijuana, bien establecidos en tres corredores). Desde los años ochenta, los paisas buscaban transportar cocaína por una mejor ruta (Miami se cerraba) y se asociaron con los cuates. Los carteles fronterizos crecieron a pesar de la represión y aparecieron otros nuevos (Federación de Sinaloa).
El de Sinaloa, situado en el Pacífico, comenzó a fabricar directamente cocaína en Perú desde el 2005, con lo cual empezaron los descabezamientos. Para esa fecha el consumidor estadounidense había dejado el crack y pasaba a las metanfetaminas, drogas artificiales. Sinaloa y otros carteles mexicanos entraron al negocio al controlar la importación de insumos de la India. Tijuana se convirtió en la ciudad con más farmacias per cápita del mundo.
El 2000 se inauguró una política más agresiva en México. El Cartel de Sinaloa, situado al medio del país, intentó aprovechar el debilitamiento de sus rivales para evitar “el derecho de piso”, desatando una ola de violencia extrema. El cartel del Golfo recurrió entonces a los Zetas, sicarios de origen militar entrenados por EEUU, obligando al Estado a intervenir. Cuando se inicio esta Guerra contra los Carteles, con Calderón el 2006, México tenía ya 8 (3 en la frontera, el de Sinaloa, más sus antiguos socios de la Familia de Michoacán y Beltrán Leyva, a los que se debe añadir los Zetas y el menos conocido de Oaxaca).
Calderón ha logrado neutralizar a varios de los jefes de la Familia Michoacana, a dos hermanos Beltrán Leyva y dos más del cartel del Golfo (Osiel y Ezequiel Cárdenas), pero los Zetas y el de Sinaloa siguen creciendo. Los carteles mexicanos son ahora los más poderosos. Al 2010, a pesar de guerrear entre ellos y contra los estados de EEUU y México, manejan el 90% del tráfico de cocaína a Estados Unidos, el 50% de la marihuana y el 50% de las metanfetaminas. En México se pagan mordidas de US$ 3 millones mensuales. Desde diciembre del 2006 han muerto 28,000.
Mientras tanto, EEUU vive una psicosis fronteriza. Ante el temor a un ataque terrorista (acentuado desde el 11 de setiembre del 2001), ante la persistencia del tráfico humano, ante el continuo flujo de drogas, y un tsunami de violencia, México se ha convertido en su nueva pesadilla. Han aumentado los muros, se han puesto cámaras, sensores, aviones sin piloto, y hay más guardias y soldados; pero ¿algún progreso?
Bueno, han aumentado las deportaciones a un ritmo de 392,000 en los últimos 9 meses del 2010 mientras desciende el flujo de indocumentados. Hay más interdicción, pero el tráfico de drogas sigue probablemente por corrupción (al igual que la venta de armas de EEUU a México, hay 7,000 dealers en estados norteamericanos fronterizos). Hay más. Como se gana menos en EEUU con la cocaína, los carteles colombianos y mexicanos usan la ruta africana (Senegal y Nigeria) para llevarla a Europa, donde aumenta el consumo y pagan más. El precio de cocaína en EEUU ha bajado, pero sube la pureza (lo cual todavía estimula el consumo); sigue la preferencia por la marihuana, se sigue consumiendo algo de heroína y aumenta el de drogas artificiales.
¿Alguna lección? La prohibición crea un mercado negro y se mantiene la demanda, la oferta tiende a estabilizarse y relocalizarse a pesar de la represión; pero ante el peligro y las altas ganancias, surgen mafias. Si se eliminara la prohibición y se tratara en clínicas la adicción y otros problemas sociales, se reduciría la violencia y la corrupción al caer la ganancia de los carteles; pero es probable que aumente el consumo. No obstante, el ahorro generado al suspender la guerra permitiría pagar los tratamientos e introducir un nuevo sistema de control. Pero si no cambiamos vamos a seguir como canoa en el pongo de Manseriche, a punto de naufragar en los rápidos o estrellarse contra las paredes del cañón.
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