El TLC como camisa de Fuerza

domingo, 24 de junio de 2007

Jurgen Schuldt

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En sus Cuentos Chinos, el último bestseller de Andrés Oppenheimer, leemos que en Latinoamérica “la falta de consenso está impidiendo adoptar políticas de estado que alienten la inversión productiva a largo plazo. Sin embargo, la experiencia europea demuestra que los consensos internos se pueden lograr, en condiciones favorables, desde afuera”. Lo que nos ilustra a partir de los casos de España y Portugal, a los que su ingreso a la Unión Europea “les sirvió de vacuna contra el populismo y los extremismos políticos”. De manera que la integración formal entre las naciones habría servido como un “pacto de previsibilidad” para asegurar chorros de inversión foránea, ya que gracias a ese esquema se adoptaron “políticas económicas responsables y reglas democráticas inflexibles”. Con lo que, termina pontificando el autor, “los países latinoamericanos necesitamos lo que funcionó tan bien en Europa: una camisa de fuerza”.
Lo que me recuerda una ‘receta’ parecida de uno de nuestros más lúcidos expresidentes del Banco Central, quien –hace ya buen tiempo y poco después de firmar un Acuerdo Contingente con el FMI- decía algo así como: “En realidad no necesitamos el dinero que nos aseguraría esta Carta de Intención, pero la hemos firmado para asegurar la disciplina económica interna”; es decir, para poder aplicar –sin cortapisas y ‘por respeto a este compromiso internacional’- el ‘Consenso de Washington’, cuyas recetas –tan lúcidamente sintetizadas por John Williamson- estaban de moda entonces, en los albores de esta nueva ronda globalizadora que ahora vivimos alborozadamente.
Como esa mágica poción no llegó a funcionar para encaminarnos por la ruta de un crecimiento sostenido, hoy en día el nuevo brebaje que nos ofrecen los buenos economistas consistiría en lograr lo mismo y mucho más por medio de Tratados de Libre Comercio, sofisticadas camisas de fuerza que van mucho más allá de lo comercial. Incluso Robert B. Zoellick, secretario de Comercio de los EEUU, quien lideró el equipo negociador de ese país en las primeras rondas del TLC, reconoció que “los tratados comerciales pueden ser más útiles que el FMI para conseguir que los países en desarrollo hagan reformas”. Por lo que no es necesario revisar con mucha acuciosidad el articulado del TLC para llegar a la conclusión de que se trata casi literalmente de una nueva e informal Constitución Económica para el país, inspirada en los intereses de Washington que sorprendente y respetuosamente coincide con y refuerza los principios más perversos de nuestra Constitución Política de 1993 y del actual modelo primario-exportador de acumulación.
Lo que va a contracorriente de la esperanza que muchos teníamos respecto a la posibilidad de un desarrollo socialmente incluyente a partir del uso de los excepcionales excedentes de explotación. Ingenuamente creíamos que el esquema exportador de recursos naturales no renovables, que ahora explica gran parte de la temporal bonanza macroeconómica, permitiría redistribuir paulatinamente determinados montos de sus excedentes al resto de la economía para generar una modalidad de acumulación ‘hacia adentro’ por medio de una serie de círculos virtuosos. Lo que habría podido lograrse a través del fomento de actividades productivas con rendimientos crecientes a escala, el impulso de cadenas productivas y por una ‘selección de ganadores’, mayores efectos multiplicadores y de trasvase, incrementados valores de retorno, generación y diseminación de tecnologías modernas e intermedias, etc. Todo lo que habría permitido generar más empleo e ingresos dignos, que permitirían mejorar la desigual distribución del ingreso y los activos, a la vez que ampliarían y descentralizarían nuestro escuálido mercado doméstico, el que sin duda es más estable y confiable que el mercado mundial. Con lo que se establecerían las bases para integrarnos proactivamente a la nueva división internacional del trabajo en base a ventajas comparativas dinámicas, en vez de las de origen estático que nos tienen condenadas al subdesarrollo.
Pero, la normativa del TLC va precisamente en la dirección contraria de lo deseable, amarrándonos al esquema de exportación primaria en su forma más primitiva. Nos encadena en los más diversos sentidos, entre muchos otros. Uno, porque ya no podemos establecer autónoma y democráticamente una serie de mecanismos de redistribución, al recortarse las posibilidades de conseguir legalmente ingresos tributarios por concepto de ganancias extraordinarias o regalías (que deberían pagar todas las empresas), ya que no se puede renegociar los contratos ‘de estabilidad’ con las empresas en cuestión. Dos: tampoco nos permite establecer límites sensatos a la repatriación de utilidades –que vienen aumentando exponencialmente- a la casas matrices de las empresas transnacionales, con lo que se amenaza desestabilizar nuestra balanza de pagos, sobre todo para cuando se desaten las turbulencias internacionales inevitables para sanear los desequilibrios de la economía norteamericana. En tercera instancia, por supuesto que tampoco estaría permitido –ni siquiera temporalmente- el control de capitales de corto plazo, que son los que en algún momento podrían evitar una estampida de emigración de dólares frente al mínimo riesgo de déficit de nuestra balanza de pagos. Cuarto: Tampoco se podrá generar cadenas productivas desde la producción de productos primarios, pasando por su industrialización, hasta llegar a su distribución, ya que se impide lograr un determinado porcentaje de contenido nacional en la producción exportable, de dar preferencia a las mercancías domésticas en alguno sectores estratégicos, de permitir abrir los paquetes tecnológicos que traen las empresas extranjeras y demás requisitos de desempeño. Quinto: Menos se permitiría la compra privilegiada de productores de insumos y maquinaria de origen nacional por parte del Estado o las propias empresas transnacionales. Sexto: se permite la libere movilidad de bienes, servicios y capitales, no así de trabajadores. Y ya no hablemos de lo obvio, relacionado con su impacto sobre la producción agropecuaria, los precios de las medicinas, las patentes, el uso de la biodiversidad, el desarrollo tecnológico y, en último término, sobre su impacto en la gobernabilidad y la democracia.
Y lo más grave es que nos han hecho creer que gracias al Tratado accederíamos al ‘infinito’ mercado norteamericano. Cuando todos sabemos que a él están acudiendo eficazmente decenas de países ‘nuevos’ (con China a la cabeza y con la India por penetrar) con una oferta similar a la nuestra y a precios bastante menores (con o sin TLCs), especialmente en productos ‘no tradicionales’, por los que nuestros empresarios –grandes y chicos- abrigan tantas esperanzas para diversificar nuestras exportaciones. Es decir, ese esquema representa un callejón sin salida, en el que será cada vez más difícil incrementar la venta de estos productos agroindustriales y manufacturados, los que en ese contexto vienen afrontando crecientemente una especie de ‘competencia de fondo de pozo’. Lo que explica porqué su gremio representativo está presionando desesperadamente por una mayor ‘flexibilidad laboral’ (léase: reducción de salarios reales) y el ajuste del tipo de cambio (léase: devaluación real), lo que solo aumentaría nuestra competitividad en forma espuria, insostenible en el mediano plazo y contraproducente para un desarrollo auténtico de largo plazo. En pocas palabras, la camisa de fuerza legal que nos quieren imponer figurativamente con el TLC, terminarán aplicándonosla literalmente para los fines para los que fue creada originalmente: “para sujetar los brazos de quien padece demencia o delirio violento”, por usar la jerga de la Real Academia Española de la Lengua.

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