José I. Távara
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Nuestros políticos actúan como si la democracia fuera un régimen “por defecto”, al cual revierten espontáneamente las sociedades cuando fracasan proyectos autoritarios, y no un proceso sostenido de desarrollo cultural, político e institucional, que deben promover con todas sus fuerzas. Creen que el progreso es el fruto involuntario de “fuerzas naturales” o de la providencia divina, y no el resultado de la aplicación consciente y deliberada de buenas políticas públicas.
Esta visión explica los intentos de copar instituciones clave para el funcionamiento de la economía y la afirmación de la democracia. La cuestionada elección de magistrados para el Tribunal Constitucional, los ataques al BCR, así como la norma que reemplaza la dirección colegiada por el control vertical en los organismos reguladores de servicios públicos, revelan una grave irresponsabilidad frente a las expectativas de millones de compatriotas, especialmente los jóvenes, que aún mantienen la esperanza de realizarse y florecer a plenitud en nuestro país.
Vivimos una experiencia inédita de crecimiento ininterrumpido, que ya lleva 70 meses. Si bien es insuficiente para reducir la pobreza y las profundas desigualdades, hoy tenemos mayores posibilidades de avanzar hacia un desarrollo más humano e inclusivo. Un factor crítico es la inversión en infraestructura de servicios públicos, gran parte de la cual proviene de empresas privadas. Por ello es fundamental contar con un Estado moderno y democrático, que afirme su legitimidad en el respeto a las instituciones y en la protección de los ciudadanos.
La provisión de servicios públicos requiere de inversiones “hundidas”, afecta a millones de personas y tiene repercusiones políticas. Hay mucho dinero en juego. En este contexto, las empresas son muy sensibles a los riesgos de expropiación y corrupción asociados al control político, el cual permite manipular tarifas según el cronograma electoral, o negociar las decisiones debajo de la mesa. Cuando estos riesgos aumentan la inversión disminuye y los mecanismos de selección se pervierten: no sobreviven las empresas más eficientes sino las más corruptas.
Los organismos reguladores han operado con autonomía, y desde el 2001 han estado sujetos a estrictas normas de transparencia, con mecanismos de participación ciudadana, audiencias públicas y rendición de cuentas. Sus consejos directivos se han renovado gradualmente y han tomado decisiones de manera colegiada e imparcial. La concentración del poder de decisión en sus presidentes, recién designados por el actual gobierno, altera completamente este esquema, pues socava su autonomía y reduce la transparencia. Permite que funcionarios de carrera sean reemplazados por “colaboradores administrativos de confianza”, y elimina los incentivos para atraer a los mejores profesionales, cuyo futuro ya no depende de sus propios méritos y calificaciones, sino de sus conexiones políticas y su cercanía al “titular del pliego”.
La Ministra Verónica Zavala ha propuesto dotar a los reguladores de autonomía constitucional, similar a la del BCR. Su propuesta es acertada pero tomaría dos legislaturas. Además, el Congreso puede actuar de inmediato para restablecer el principio de dirección colegiada. Esto permitiría atraer profesionales calificados, que actúen con autonomía e integridad, en reemplazo de los directores renunciantes. ¿Presentará el Ejecutivo un proyecto de Ley? O seguirán confiando en que la economía crecerá indefinidamente, con “piloto automático”.
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