Cohesión, desamparo y fractura social

martes, 26 de junio de 2007

Javier M. Iguíñiz Echeverría

Los resultados de muchas encuestas de opinión y de muchas elecciones nacionales indican la existencia de grandes fracturas en las sociedades latinoamericanas. Tras la aparentemente caótica fragmentación que algunos destacan con preocupación hay una conformación de gruesos bloques sociales que comparten muy diferentes niveles de ingreso, pero también de vulnerabilidad y desamparo. En los últimos lustros, las características y viejas divisorias regionales, étnicas, de género, etc. que a menudo se yuxtaponen y refuerzan unas a otras se han reforzado aún más con un conjunto de reformas institucionales que ahondan las fracturas. Ante ello, es natural que la preocupación por la cohesión social en los países esté cada vez más presente entre quienes se preocupan por algo más que las ganancias o el sustento inmediatos.

Un reciente libro de la CEPAL (Cohesión social, Santiago de Chile 2007) recuerda que “un componente fundamental de la cohesión es la protección social” y también que “aspira a extender a toda la ciudadanía el acceso adecuado a prestaciones que disminuyan su vulnerabilidad”. El sentido de pertenencia a una sociedad supone sentirse protegido por ella, lo que requiere “experimentar que la sociedad responde a las contingencias que afectan a las personas y que ellas no pueden controlar.”

El gobierno de Fujimori introdujo un sistema de protecciones selectivas y oficializó amplios desamparos que aumentan el individualismo y la independencia del destino de unos respecto de los otros. En efecto, a fines del 2006 en el Perú, los afiliados a las Administradoras de Fondo de Pensiones (AFP) eran el 31.5% de la Población Económicamente Activa (PEA) y los aportantes el 11.0%. En el caso de las Empresas Prestadoras de Salud (EPS) las cifras son mucho menores. A fines del 2006, el número de afiliados era 618,679 y los asegurados regulares llegaban a 305,046 lo que corresponde a un porcentaje ínfimo de la PEA. La gran proporción de los trabajadores están en grados diversos pero graves de desamparo social dependiendo para la ancianidad o la enfermedad de los recursos y la generosidad de familias que, a su vez, están en condición laboral precaria.

En efecto, ante la crisis del Estado, durante el gobierno de Fujimori se optó por facilitar la autoprotección de quienes podían pagarla con el argumento de “quien puede pagar, que pague” suponiendo que así el Estado tendría recursos para cubrir mejor al resto. Con ese criterio aparentemente racional se introdujo en el país un marco institucional que legitima dos cosas. Una que la solidaridad no es un valor significativo pues cada uno debe bailar con su pañuelo, y otra que el acceso a la protección, a la educación o a la salud debe guiarse por los mismos cánones que la compra de bicicletas o de papel, esto es, que la calidad va asociada al precio que se puede pagar. Como señala la CEPAL: “un factor esencial para la cohesión social es la solidaridad en el financiamiento de los sistemas de protección.” Por otro lado, la relación calidad-precio en asuntos como la supervivencia constituye una perversión de cualquier concepto de dignidad humana. Por esa vía de reforma institucional y moral institucionalizamos un conflicto que por mucho que no sea abierto no deja de ser violento.

Resulta urgente, pues, impulsar todas las fórmulas posibles tendientes a la universalidad de la protección social, al cultivo del sentido de pertenencia a esta sociedad.

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