Javier M. Iguíñiz Echeverría*
La reciente reacción de diversos pueblos amazónicos al Decreto 1015 y 1073 vuelve a poner sobre el tapete el tipo de relaciones entre gobierno y ciudadanos que practicamos en el Perú de hoy. Separados los aspectos secundarios que sirven para dar razón a cualquiera de las partes, las características de esta nueva muestra de prepotencia gubernamental han sido ya claramente señaladas y no requieren sino de la voluntad política de hacer las cosas como corresponde a un país moderno, civilizado. Hasta el Congreso ha tomado nota.
Una vez más, han salido expresiones como: “No se cumplen las promesas”; “Se nos ha engañado”; “No se nos ha consultado” o “No hemos comunicado adecuadamente”. Vamos a proponer la interpretación de que, miradas las cosas en perspectiva, esas expresiones constituyen un ejemplo de avance a trompicones en el trato entre gobiernos y ciudadanos.
1. No hace tanto, lo más normal ante los reclamos de justicia era la decisión política de ignorarlos. Había que “ir a Lima” para apostar a la bajísima probabilidad de ser escuchados. Rara vez, pero cuando el asunto adquiría un tamaño preocupante, se mandaba la tropa para reforzar las fuerzas privadas del hacendado.
2. Desde fines de los 50 y en la década de los sesenta, se registra en las provincias una mayor afirmación de la dignidad ciudadana y de los derechos correspondientes. En democracia, el derecho a ser escuchados se empieza a conquistar en los procesos electorales y movilizaciones sociales que obligaban a escuchar, por lo menos de vez en cuando las voces populares.
3. Como el derecho a ser escuchados proviene del poder que tiene el ciudadano como elector y público en democracia o como parte de una masa contestataria en dictadura, a ese derecho le sigue el derecho a recibir promesas.
4. Pero el derecho a recibir promesas viene muy a menudo con el incumplimiento. La defensa oficial, en público y más claramente en privado, de tales incumplimientos adopta la forma increíble de una especie de derecho de los gobernantes a mentir y hasta de un absurdo deber de mentir, claro está que por “el bien del país”. A tal despropósito del gobernante le haría falta otro equivalente, algo así como el derecho a ser engañados para los ciudadanos. Podríamos poner en paralelo a ellos el deber de comunicar lo menos posible y el derecho a mantener desinformados a los ciudadanos afectado. La incomunicación ha sido y es una estrategia tanto o más que un descuido.
5. Obviamente, el siguiente derecho en la escala es el que corresponde con el deber del gobernante de no mentir que es el que se reclama hoy en todas las regiones del país: el derecho a que las promesas hechas a la ciudadanía se cumplan: el derecho a no ser engañados. Y en ese capítulo del progreso social estamos.
¿Qué hacer? No engañar ni dejarse engañar supone desarrollar las instituciones de transparencia y control ciudadano, que Estado y sociedad civil compartan espacios de diálogo permanente en el que demandas y ofertas vayan calibrándose hasta ajustarse lo más posible y reducir al mínimo el recurso a la calle o a las presiones soterradas. El ruido en las plazas, avenidas y carreteras es la contrapartida de la discreción y el silencio en los pasillos del poder económico, político, militar y religioso. Cuanto más anchos sean los cauces alternativos a las calles y a los “lobbies” de los grandes intereses económicos y políticos menor será la necesidad de recurrir a la fuerza.
* Profesor del Departamento de Economía de la PUCP.
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