Escribe Juergen Schuldt
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Han transcurrido apenas tres meses desde que se establecieran las nuevas tasas arancelarias en el país[1], que entonces se redujeron básicamente a tres niveles (0%, 12% y 20%), llegando a un promedio ponderado del 8%. Sorprendentemente, ayer se han vuelto a modificar para dos grupos de insumos agrarios[2], eliminando la sobretasa arancelaria del 5% al trigo[3] y recortando en dos puntos porcentuales (de 12% a 10%) las tarifas de importación al trigo duro, a los demás trigos y al maíz amarillo duro.
El propósito manifiesto de esta medida radicaría, tanto en evitar el aumento aún mayor del precio del pan (tallarines y galletas incluidas) y de los pollos (huevos plus), como para –como no- “promover la eficiencia y competitividad de la economía”. ¿Es que ahora la política anti-inflacionaria ha pasado del Banco Central (metas explícitas) al Ministerio de Economía (política arancelaria)? El mes pasado, el rubro de alimentos aumentó apenas 0,47% en Lima, pero los huevos subieron 11%, la gallina 8,2% y el pollo 3%. Y el del pan se disparó en saltos que van del 20% al 60%, partiendo de una base de 10 centavos por unidad.
Por otro lado, el objetivo político que se persigue con esa rebaja tarifaria es más revelador, ya que esta brusca e inconsulta modificación –como la han calificado los gremios involucrados- no se puede entender sino en el marco de la brusca e inconsulta agitación sociopolítica que viene azotando al país de un extremo a otro. Como es comprensible, en este avieso contexto, el gobierno no podía darse el lujo de abrir otro frente de malestar, que en este caso habría provenido de las capas medias y populares de las urbes, para quienes el pan y los fideos (más la leche que también amenaza subir) son componentes críticos de la canasta familiar, tanto pecuniaria, como sobre todo sicológicamente.
En tal sentido la medida es resultado de una acción desesperada por evitar que las flamas no se expandan aún más. Obviamente el precio del pan y de los pollos no van a caer, ya que la rebaja tarifaria será absorbida básicamente por los poderosos oligopolios molineros, más que para beneficio de los consumidores (dicho sea de paso, ¿no le llamó la atención a usted que no se redujeran los aranceles a la harina que están en 25%? ¿Vaya poder que tienen los molineros aliados al gobierno!). Sin embargo, las presiones al alza serán contenidas en lo fundamental, a no ser que sigan subiendo los precios internacionales, que lo habían hecho antes como consecuencia, tanto de la creciente demanda de China e India (en el caso del trigo) y de EEUU (en el caso del maíz para la producción de etanol), como por las sequías que afectaron la oferta triguera de Argentina y Australia, entre otros.
Pero lo más dramático de esta medida es que golpea duramente a los de por sí pauperizados productores agrarios de la sierra, paperos y maiceros por igual. Y es que esa ‘política’ de rebaja arancelaria seguirá fomentando el consumo de insumos importados para alimentar a la población urbana (¡ahí están los que tienen voz y voto!), cuando lo que se necesitaría es precisamente fomentar el consumo de sustitutos que sí se producen en el país (pero, por quienes no tienen voz). Para remate, el mismo Presidente, hace solo dos días, había señalado que hay que ir precisamente en esa dirección: “cuando aprendamos a cambiar nuestra dieta no nos afectará el aumento del trigo extranjero”. Lo que, por supuesto, nos podría traer malévolamente a la mente la célebre frase de María Antonieta, cuando exclamaba, poco antes de la revolución: “Si el populacho no tiene pan, ¿por qué no come torta?”.
A lo que habría que preguntarse cómo así la población va a cambiar sus patrones de consumo dólar-adictos hacia los alimentos que produce el campesino peruano, si todas las medidas que se toman -o dejan de tomarse- van dirigidas a incrementar la propensión a consumir aquellos que vienen de fuera. Es, en esencia, como ya debería haberlo aprendido nuestro mandatario, un problema de precios relativos: Si se sigue ‘embalsando’ el precio del pan y los fideos de trigo (encima subsidiados en el extranjero), ¿quién va a comer bienes sustitutos como, por decir, papas, ollucos, ocas o yucas? Para colmo, desde hace buen tiempo hasta los chips de papa se importan de Canadá y Holanda. Y lo sabe bien el Dr. García cuando agrega lamentoso –y justo después de hablar de la bendita rebaja arancelaria- que “la papa se pudre en Andahuaylas, Santiago de Chuco o Huánuco, porque los peruanos prefieren pan blanco de trigo extranjero”. (Técnicamente, dirían los buenos economistas, se trata de un problema por el hecho de que la ‘elasticidad cruzada’ de la demanda por esos bienes es mayor a cero, porque son sustitutos, con lo que -es un decir- si baja el precio de un bien, también cae la cantidad demandada de los bienes sustitutos).
La cuestión que se le presentó al gobierno en estos convulsionados días, obviamente, resultó tan urgente que ha tenido que recurrir al ramplón pragmatismo cortoplacista en esta materia, que por lo demás caracteriza a todos nuestros gobiernos. Porque, si la casa arde y no se dispone de agua o extinguidor, seguramente se intentará apagar las llamas sin pensar mucho y con lo que esté a la mano, sean frazadas o toallas o suegras, por lo que el fuego seguramente se atizará. Y es eso lo que se esta empollando en este caso concreto y otros mucho más complejos que vienen supurando -inesperadamente esperados- de la dermis de nuestras tierras, en que el albor de la harina que ingieren ávidamente los costeños seguirá desplazando abusivamente al oriundo alimento de la sierra. Es un símbolo de los tiempos, pero puede convertirse en augurio de tempestades.
[1] Decreto Supremo No. 017-2007-EF.
[2] Según el D.S. No. 091-2007-EF.
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