Juan Francisco Rojas
Los órganos de la administración pública (ministerios, municipios, gobiernos regionales, organismos de regulación, entre otros) tienen la potestad de sancionar ciudadanos cuando estos infringen normas que les exigen un comportamiento debido. La sanción genera un perjuicio al infractor que tiene que sufrir un menoscabo en su patrimonio con el pago de una multa, o la imposibilidad de seguir desarrollando la actividad, cuando se trata de una orden de cese.
La sanción administrativa expresa el poder del Estado para doblegar conductas resistentes y es un instrumento muy poderoso para la finalidad de asegurar la convivencia. Precisamente por ello, porque se trata del ejercicio del poder estatal, también es una actividad que debe estar precedida del sentido común y del estricto respeto a la ley.
Los funcionarios que aplican sanciones deben hacerlo con cuidado y con respeto a sus atribuciones. Salirse de dicho marco, configura un abuso de autoridad que tiene carácter delictivo. La sanción administrativa debe ser el resultado del respeto democrático de una serie de principios, algunos de los cuales se identifican a continuación.
La identificación de la conducta prohibida debe efectuarse de manera previa a la realización del comportamiento infractor. Con ello se garantiza que el ciudadano esté advertido de lo que la ley espera de su comportamiento. La falta de claridad en la descripción de la prohibición, impide el ejercicio de la potestad de sanción. No es posible definir interpretativamente los alcances de una prohibición y sancionar al ciudadano en el mismo acto en que la definición se produce.
La prohibición debe estar contenida en una ley. La tipificación de conductas por la vía del reglamento – tan difundida en nuestro medio – es ilegal, pues sólo procede excepcionalmente en casos de habilitación por la propia ley.
La investigación debe respetar principios elementales como la imputación cierta y precisa de la conducta infractora; la presunción de inocencia; el derecho de defensa; los plazos máximos y los razonables. De lo que se trata, es de no mantener al ciudadano indefinidamente en la incertidumbre y en el gasto que significa enfrentar un procedimiento de sanción.
En el caso de la sanción, debe distinguirse entre aquella por omisiones formales, identificables objetivamente y de multa tasada; y aquella otra, de fondo, que conlleva la evaluación de la culpabilidad del agente y la definición de una cuantía de la multa. El monto de las multas no puede quedar al arbitrio de la autoridad, o a la mera cita de criterios legales en aparente justificación, es necesario un desarrollo sustentado y explícito de los motivos.
La igualdad ante la ley exige que se sancione por igual a todos los infractores y no sólo a algunos. La incapacidad de la autoridad para procesar a todos los infractores no es justificación suficiente para seleccionar a unos sin justificación, esto es arbitrariedad.
En el Perú, lejos del respeto a estos principios, los organismos que aplican sanciones los desconocen de manera contumaz y reiterada y, lo que es peor, en la mayoría de los casos, se siguen financiando con las propias multas que imponen a los ciudadanos.
¿Dónde están el Congreso y la Defensoría del Pueblo para poner freno a toda esta situación?
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