De Monos y Peces

viernes, 19 de junio de 2009


Jurgen Schuldt


Si recuerdo bien, fue George Foster quien, en uno de sus clásicos textos de antropología (1964), nos brindó una metáfora que hoy resulta muy aleccionadora. Un mono se apresta a hacer su siesta, trepa a su árbol preferido y antes de acomodarse en una frondosa rama, se percata que un ser vivo se mueve debajo suyo en las profundidades del tormentoso río. Bondadoso como cree ser se descuelga y estrecha su brazo para coger apuradamente al animal que se estaba ahogando. Lo retira tiernamente y lo deposita en un lecho de ramas frescas para que descanse. Feliz se retira a su aposento porque el animal muy agradecido le expresa su agradecimiento abriendo su hocico como gritándole mil veces ‘gracias’ y moviendo vivamente aletas y cola.

No es esa sino la historia como nuestros gobiernos trataron nuestra Amazonía y sus poblaciones nativas, sin conocerlas, sin respetarlas. Explotaron el caucho y el petróleo, sus bosques y su fauna, el oro y su fuerza laboral. Como ahora, pensaron siempre como el mono de nuestra historia, en las pocas oportunidades que buscaron ‘salvar’ a los peces. Experimentos que todos culminaron en procesos de migración y de desintegración comunal, como consecuencia de la tala irrestricta y el irreparable deterioro medioambiental a que llevó su bondad. Este proceso es parte de lo que en la literatura económica especializada se denomina la ‘Maldición de los Recursos Naturales’, en que –una vez descubierta una riqueza en alguna región- se la penetra y el conocido ‘efecto voracidad’ acaba con el recurso que se explota sin miramientos.

Y, en efecto, todo ello dio lugar a un proceso -ligado al anterior- que se conoce como la ‘Paradoja de la Abundancia’, que refleja esa contradicción universal inevitable que se da cuando no existen la instituciones necesarias para afrontar el hecho de que –si no se regulan las actividades productivas y los derechos de propiedad- la plenitud de recursos de ciertas regiones finalmente culmina en la pobreza extrema de los habitantes que la albergan.

A ese respecto, los datos de la región amazónica son muy elocuentes, incluso si nos fijamos solamente en las cifras agregadas del Producto Bruto Interno de los departamentos y, en este caso, de los de la omagua y la rupa-rupa, para usar la lúcida clasificación de Javier Pulgar Vidal (“Las ocho regiones naturales del Perú”, 1943). En efecto, a partir de una distinción burda, los seis departamentos que pertenecen a ellas y que están pobladas por un 15,1% de la población censada del país, apenas generan un 5,8% del PBI nacional (en 2001 era del 6% en términos reales).

Mientras los demás departamentos de la selva han mantenido su participación constante durante la última década, lo que ya es preocupante, Loreto bajó de 2% a 1.8%. Lo que significa que los excedentes generados en el pasado jamás se quedaron en la región para permitirles mejores niveles de vida. Es lo que se conoce como un proceso de crecimiento con bajo ‘valor de retorno’ (Thorp y Bertram). Cuando aquellas utilidades bien pudieron haber sido utilizadas para desarrollar actividades productivas amigables, respetando el Derecho de la Naturaleza y el de los seres humanos.

De manera que mientras el presente gobierno siga pensando como el mono, no sobrevivirán ni los monos que habitan nuestra Amazonía. Porque, como acostumbran recitarlo sabiamente los literatos: “El mismo oxígeno que permite respirar al mono, ahoga al pez; la misma luz que permite ver al águila, ciega al búho; y el mismo alimento que da vida a uno, envenena al otro”. Afortunadamente la Defensoría del Pueblo ha planteado ayer la solución para que el mono entienda al pez. Está por verse si aquel, en estos dos años que le restan, no se transforma en oso que vive del salmón. Seguramente que tampoco sería deseable que éste se convierta en tiburón que engulle titíes.

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