Juan Francisco Rojas
La economía sostiene que la asignación óptima se produce cuando participan muchos ofertantes y adquirentes, el acceso al mercado es libre; ningún actor puede influir en los precios; la formación de éstos es fruto de la acción libre de la oferta y de la demanda; el producto es homogéneo y no existe asimetría de información. A este modelo teórico se le denomina “competencia perfecta” y no existe en la realidad, es sólo una aspiración ideológica.
Por increíble que parezca, en el mercado interurbano de pasajeros, hemos logrado aproximarnos al modelo de una forma cercana al libro de texto. Existen muchos ofertantes del servicio: “combis”, “lanchones”, “micros” y “eventuales”; y existen también muchos adquirentes del servicio: todos los sufridos usuarios. El acceso a la actividad es libre; tan libre que es suficiente con entrar a una ruta o modificar el recorrido de la misma a sola voluntad del chofer cuando no existen muchos clientes. El precio es fruto de la oferta y demanda, lo fija el mercado. El servicio es el mismo, es decir, homogéneo en su condición de deplorable. La información es casi perfecta: todo usuario sabe que al subir a uno de estos vehículos, su vida está en riesgo.
Lo curioso de esta situación es que mientras más nos aproximamos al modelo más deplorable es el servicio y la pérdida social más dramática. El consumo de combustible es excesivo y la utilización de pistas por gran número de vehículos ha provocado saturación; los controles de calidad y protección del medio ambiente no se cumplen; el maltrato al consumidor es costumbre que, incluso, ya no llama la atención; los accidentes urbanos con daños graves se multiplican; en general, el costo es mayor que cualquier beneficio que pudiera existir en un sistema de estas características.
La formación del precio del servicio es otro problema. Cada vez que los costos suben por el alza del combustible y otros insumos, los transportistas no pueden trasladar dicha alza al precio del pasaje urbano. El consumidor podría pensar que esto es bueno, pues el precio se mantiene. Sin embargo, ese mayor costo se traslada a una disminución de la calidad del servicio y del mantenimiento del vehículo, lo que, a la larga, lo perjudica gravemente. El transportista tampoco genera los recursos para la renovación de la unidad y el parque automotor del servicio exhibe una antigüedad que espanta. El único que gana con esto es el gobierno de turno, pues la inflación no aumenta, no se ve mellada su popularidad, e incluso lanza a su organismo de competencia a evitar una supuesta “concertación”.
¿Qué nos pasa? ¿Esto es lo que queremos en este mercado y en otros? ¿No existen acaso otras formas de solucionar estos problemas? Lamentablemente, los difusores del sistema de mercado sostienen desde la década de los noventa, que no se requiere de los bienes públicos que únicamente el Estado puede proporcionar (legislación, regulación, fiscalización, planificación, etc.). La miopía conceptual es de tal magnitud que se piensa que eliminando al Estado todos lo problemas quedan resueltos gracias a la magia del mercado “perfecto”.
La realidad demuestra que existen actividades económicas donde se requiere de acción estatal intensa y donde la ausencia de Estado es consecuencia de mayores perjuicios sociales. No esperemos actuar desesperadamente como se hizo con “tolerancia cero” en transporte interprovincial, cuando los accidentes en la ciudad nos sensibilicen a todos respecto de la existencia de un problema serio en este cotidiano servicio esencial.
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RSSEstimado Bruno y Juan Francisco Rojas. Me ha parecido mucho muy interesante este artículo, En la ciudad de México enfrentamos condiciones similares en el transporte citadino que me gustaría comentar más ampliamente con ustedes. Creo que la participación del Estado es fundamental para mantener el orden en una actividad primordial para la sociedad Quedo a sus órenes en: pasmar1121@yahoo.com.mx
Atentamente,
Pedro Soto Márquez
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