Armando Mendoza
Economista.
Economista.
La corrupción e ineficiencia que plaga al Estado peruano indudablemente es un mayor problema para los ciudadanos, quienes a diario nos vemos perjudicados y obstaculizados por un sector público que funciona –cuando funciona– de espaldas al país. Sin embargo, la incapacidad estatal para atender debidamente a la población no justifica el mensaje de sectores que propugnan el desmantelamiento del Estado y la privatización de sus deberes y responsabilidades como la receta para el desarrollo.
La realidad es que actualmente existen marcadas disparidades en el acceso a los servicios que el Estado ofrece, dependiendo de la región y localidad. Por ejemplo, no es lo mismo ser cusqueño en la misma ciudad del Cusco, donde mal que bien hay acceso fácil y suficiente a los servicios y programas estatales, que ser cusqueño en provincias como Paucartambo o Paruro, donde la presencia del Estado es comparativamente menor. Al respecto, la revisión del Índice de Desarrollo Humano e Índice de Densidad del Estado, elaborados por el PNUD, indica una elevada correlación entre la presencia del Estado y el nivel de desarrollo económico y social (véase gráfico).
Así, regiones donde la densidad del Estado es mayor (por ejemplo, Lima, Arequipa o Tacna) resultan ser precisamente aquellas donde la población disfruta de mayor esperanza de vida, ingresos más altos, etc., todo lo cual se refleja en un mayor valor para el Índice de Desarrollo Humano. Esta correlación entre Estado y desarrollo también se observa al nivel provincial y distrital; reflejando como en localidades donde los servicios y programas públicos están presentes, la población tiene mayores oportunidades para desarrollar sus potencialidades.
A estas alturas, decir que una presencia fuerte del Estado es un requisito indispensable para el desarrollo suena a disco rayado, pero igual vale la pena repetirlo. ¿Significa ello que hay que disculpar la enorme corrupción e ineficiencia existente en el manejo del Estado? Por supuesto que no, pues no se trata de jugar al mal menor; pero tampoco se trata de curarse la jaqueca cortándose la cabeza. Para la población de las zonas más alejadas y marginadas del Perú, la presencia o ausencia del Estado no es un tema de discusión teórica y exquisiteces ideológicas, sino que significa cosas concretas y puntuales: la comisaría, la posta médica, la escuela, la línea eléctrica; cosas que en aquellas zonas pueden ser la diferencia entre el progreso y el estancamiento.
Ciertamente, el sector privado y el sector estatal deben colaborar en el campo del desarrollo regional y local, pero pretender sustituir a rajatabla al Estado por lo privado refleja una grosera ceguera ideológica y una incapacidad para entender la realidad nacional. Hacer al Estado más eficiente y transparente es –qué duda cabe– una labor ardua, lenta e ingrata, pero que resulta indispensable si queremos convertirnos en un país realmente integrado, donde las enormes disparidades y exclusiones existentes sean cosa del pasado. Eso es lo que algunos –que despotrican desde la comodidad de sus escritorios– no terminan de entender.
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