Javier M. Iguíñiz Echeverría*
La reforma del sistema de salud en EE.UU., con todas sus limitaciones, constituye una victoria moral y un gran y adeudado paso hacia la universalidad del cuidado de la salud en ese gran país, hacia la valorización de cada una de sus personas.
Esa reforma es necesaria a gritos tanto por la inviabilidad presupuestal como por lo escandaloso del sistema actual. El aspecto presupuestal es de menor importancia dados los recursos privados y públicos de ese país y a la luz de las argumentaciones opositoras el que menos interesa. Ojala importara más en este caso. De cualquier modo, Estados Unidos es uno de los países que muestra cómo la riqueza de una nación, por muy grande que sea, no soluciona por sí misma el problema de la pobreza masiva y persistente. Es también un país que muestra cómo una amplia clase media no garantiza la desaparición de la precariedad de la vida de una gran parte de su población. Ni en un país así las gigantescas empresas de seguros logran y ni siquiera tratan de asegurar al conjunto de la población con los recursos fundamentales para sobrevivir. Más aún, se comprueba en ese país que un pueblo con gran religiosidad, en este caso principalmente cristiana, no es necesariamente uno con más conmiseración por el compatriota carente que la de otros pueblos menos religiosos. También que una admirable y frondosa existencia de obras de caridad (charities) no resuelve la angustia de los ancianos ante las olas de calor o de frío, o de jóvenes y viejos ante enfermedades curables. La grandeza de lo logrado por Obama y los estadounidenses que lo apoyan se estima mejor tras recordar lo anterior.
Enfrentar la pobreza como condición social, esto es, como resultante de una firme y legitimada institucionalidad que opera como su mecanismo reproductor resulta especialmente difícil. Y si esa institucionalidad está enmarcada y alimentada por una cultura que hace del desempleo, la precariedad y el desamparo herramientas bienvenidas de equilibrio económico, orden y disciplina social; que convierte el sufrimiento personal, especialmente el ajeno, en social y personalmente terapéutico; que elogia el individualismo y la competencia dejando en la penumbra el valor de la olvidada cooperación la cosa es más difícil aún. De ahí, de nuevo, el mérito de lo logrado.
Nada reemplaza a los sentimientos personales de empatía para con el pobre y las acciones individuales y familiares casi siempre silenciosas de atención al enfermo físico y mental, al anciano y a la anciana, a los niños y niñas y así a muchos otros tipos de necesitados de atención y afecto, pero todo eso no excluye la necesidad de apoyo público institucionalizado, respaldo económico y de profesionales, equipos y locales que contribuyan a sostener la vida en toda su dignidad. Y esto último es cuestión de política social que provea viento a favor, añada eficacia y reduzca sacrificio a quienes desde la familia, el hospicio, la posta o el hospital hacen su labor diligentemente.
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